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La filosofía y la decisión (Ser humanos en un mundo inhumano)

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por Héctor Garza Saldívar, S.J.

 El siglo XX nos ha heredado una cantidad enorme de problemas. Problemas técnicos, problemas políticos, problemas económicos, problemas sociales, problemas científicos, etc. Todos esta problemática, si prescindimos de sus contenidos concretos, nos plantean un único y grave problema, al cual todos los demás remiten;  o más bien, toda esa problemática nos deja en una única situación: estar en el filo rocoso que nos separa de la vertiente de humanidad o de la vertiente de inhumanidad.

Y es que, en el fondo, todo problema al que podamos enfrentarnos es algo que nos está imponiendo una decisión básica: optar por humanizarnos u optar por deshumanizarnos. Y esto sea en nuestras decisiones personales, en nuestras decisiones comunitarias o en nuestras decisiones sociales.

Vivimos en un mundo, el moderno, que en su desarrollo, nos deja cansados y abrumados, ante el peso de la “insoportable levedad” diría Kundera; o de la oscura falta de gravedad, si aludimos a la última película de Cuarón. Estamos aturdidos y desorientados ante la pérdida de nuestro más grande tesoro, ante la falta de aquello que es lo único que puede sostener y fijar nuestro centro de gravedad: nuestra propia humanidad.

El gran filósofo del occidente naciente, San Agustín, en sus Confesiones dice: “El cuerpo por su peso tiende a su lugar. El peso no sólo impulsa hacia abajo, sino al lugar de cada cosa… Pondus meum amor meus; eo feror, quocumque feror. Mi peso es mi amor; él me lleva doquiera soy llevado” (Conf. XIII, 9, 10). Sin un peso que nos centre, entonces divagamos de aquí para allá, ciegos y desorientados; inquietos, como borregos antes de la tormenta.

Si Bauman habla en términos de la metáfora de la “liquidez”; yo hablaría de nuestra dolorosa ingravidez, siguiendo las metáforas antes mencionadas de Kundera y de Cuarón. Nada tiene peso. Y si nada tiene peso, entonces todo da lo mismo.

Es paradójico que la ciencia, esa gran avenida que la modernidad europea pensó como el magnífico boulevard, cuya figura era el parisino “Champs-Élysées”,  iluminado por el sol del progreso y de la libertad humana, nos haya, finalmente arrojado, no en el jardín humano, arbolado y refrescado por la fraternidad, la justicia, la libertad, que las revoluciones pensaron, sino en el triste espectáculo de calles retorcidas y callejones oscuros y sucios, de un banal mercado en donde lo único que cuenta y satisface al gentío hambriento de novedades es la utilidad. La ingravidez.

Pero esto no es nuevo, aunque en el último siglo se haya radicalizado. Llama la atención que en la pasión despertada por la Revolución Francesa, se alzara, ya entonces, la voz de Schiller, el literato y poeta del romanticismo temprano, diciendo:

La utilidad es el gran ídolo de la época, un ídolo al que sirven todas las fuerzas y han de rendir homenaje todos los talentos. En esta balanza burda no tiene ningún peso el don espiritual del arte, que, despojado de todo estímulo, desaparece ante el ruidoso mercado del siglo.

Y es el arte el que nos da que pensar. Uno de los cuadros que, a mi manera de ver, sintetiza de una manera bella y brutal la ingravidez, el sinsentido, y la aherrojante banalidad es el Grito. La estrujante pintura del noruego Edvard Munch.

Ya avizorado entonces, y experienciado por nosotros ahora, una consecuencia irremediable de esta situación es la paulatina pérdida del sentido humano de la vida con la consecuente pérdida también de nuestro propio ser en tanto que personas.

Hoy en día se habla mucho del individualismo, sobre todo de los jóvenes. Pero habría que completar el diagnóstico diciendo que este así llamado “individualismo”, no es sino la máscara que esconde una realidad oculta.  La de que vivimos, en muchos aspectos de nuestra vida, una profunda masificación. Aquello que Kierkegaard denunciaba, ante la pretensión totalitaria de Hegel, como la pérdida del individuo; y aquello que saca a luz Ser y Tiempo, como la inautenticidad de nuestra humana existencia.

“Individualismo” es más una categoría ética o sociológica que quiere decir egoísmo, desinterés por los demás, falta de solidaridad, competitividad, etc. Y esto puede convivir con la más honda masificación y despersonalización. Podemos ser masivamente individualistas; podemos ser repetitivamente individualistas; podemos ser aburridamente individualistas, carentes de toda originalidad, justamente porque todo lo somos de la misma manera.

¿Quién nos ha robado el corazón? ¿Será posible recuperar nuestra propia humanidad? ¿Será posible recuperar nuestra propia individualidad? No es fácil ser realmente individuos en una época de masas y de tópicos comunes. Se trata de preguntarnos si podamos recuperar la “gravedad”, el centro; la dirección que nos permita también recuperar el “peso” de las cosas más allá de su pura utilidad momentánea y desechable.

Uno de los aportes significativos del cristianismo, cuando se vio en la necesidad de recuperar la sabiduría griega, en los inicios de lo que, más tarde se configuraría como Occidente, es el haber sacado a la luz la relevancia crucial de la interioridad. San Agustín cuando se pregunta qué es el mundo dice, es todo eso que está ahí, frente a mí. Y cuando, en seguida se pregunta: ¿qué es el ser humano?, responde: “éste que soy yo”. Con esto Agustín explicitaba lo que Grecia no había podido ver. El hondo espacio interior que nos invitaba a mirarnos como algo más que “animales racionales”; algo más que animales locuaces. Nacía el concepto de persona. “Noli foras ire; in teipsum redi; in interiore homine habitat veritas: et si tuam naturam mutabilem inveneris, transcende et teipsum” (No quieras marchar fuera de ti; vuelve a ti mismo. En el interior del ser humano habita la Verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete también a ti mismo). Si bien esto abriría las puertas de lo que muchos siglos después sería el inicio del mundo moderno, el “pienso luego existo” cartesiano, también es cierto que el rumbo que tomará este re-inicio moderno, nos dejará justamente en la más vacía exterioridad, sin peso y sin orientación. La ingravidez. Ya sea que tome la forma individualista, o ya sea en su versión colectivista. Para el caso da lo mismo. Ambos, individualismo y colectivismo, han sido y serán creadores de espejismos.

Si el individualismo, como postura ética, puede ser devastador, el individualismo social, masificante, enmascarado tras el velo de “la” colectividad, de la vida del “pueblo” o del “proletariado”, de la verborrea de los partidos políticos, puede ser aniquilante. Porque pretende borrar todo vestigio de personalidad a fin de convertirnos a todos en marionetas felices de los políticos, de la ciencia, de la tecnología, y del mercado, en nombre del espejismo del progreso, de “la” humanidad o de “la” especie. Si algo hay que salvar no es a “todos” sino al “todo”, se piensa en esa perspectiva. Aunque los pocos decidan cómo hay que salvarlo. Ya sean los “prohombres” de la revolución, de la economía, o de la política.  Los “guías” que sí saben lo que la masa o el pueblo quiere; los “líderes” que supuestamente no siguen sus privados intereses; los “guías” que se encargan de hacer felices a los demás convertidos en masa adocenada e incluso agradecida; los líderes que se asumen como responsables del todo.

Esto, paradójicamente, aunque no lo perezca es la esencia del mundo burgués. El mundo que fue el centro de la crítica del Romanticismo. Ni siquiera a Marx, a pesar de todos sus esfuerzos, le fue posible salirse de la lógica abrumadora del mundo burgués al que tanto criticó y atacó. Pero que, finalmente, dejó intacto, en casi todo, en su promesa comunista. Finalmente llenó el vacío corazón humano, humillado y degradado del capitalismo naciente, con el trabajo. Y justamente el trabajo era y es el motor imparable del mundo burgués. Si se quiere, Marx abrió la posibilidad de otra cara del mismo mundo: la cara “colectiva”. Un mundo burgués dominado por los políticos y por los partidos.

Arthur Schopenhauer dijo que quizá la principal limitación de Kant es que desconoció la contemplación. En el mismo tenor podemos decir que la falla fundamental del mundo burgués es que carece de interioridad. Es la ingravidez.

Pero, quién sabe, si el peso grávido de la interioridad, la “espina en la carne” clavada en la inteligencia occidental, que debemos al cristianismo, sea quizá la que servirá de acicate para que finalmente no sea ningún tipo de totalidad la que termine por devorarnos. Es la oculta resistencia a toda absorción hegeliana, sea sistémica, lingüística, mercantil o tecnológica. El silencioso grito de Munch que anida en lo hondo del corazón humano. El grito del individuo, solo, sobre el puente, destacado de la oscura sombra, lejana y sospechosa de los demás; en medio del amenazante arrebolado del cielo y el azul del mar.

¿Cómo recuperarnos como individuos? Es decir, ¿cómo recuperarnos como personas? Evidentemente que no se trata de dar recetas, ni tampoco de salirnos de este mundo. Sí de explicitar caminos, no inéditos, pero vitales para esto. Lo  que pretendo es reabrir una perspectiva que nos pueda ayudar en esta tarea y que nos permita poder estar en el mundo de otra manera.

Recuperarnos como individuos, es cultivar nuestra personalidad. Nuestro ser persona es lo más importante con lo que contamos para asumir los retos de nuestro mundo; ganar nuestra unicidad y nuestra irrepetibilidad es posibilitarnos para estar en el mundo de otra manera.

¿Qué quiere decir cultivar nuestra personalidad? Es hacernos cargo de nosotros mismos. Este es el primer paso.  Y hacernos cargo quiere decir asumir la necesidad de formarnos. Formación es justamente hacernos cargo de nosotros mismos.

Se puede hablar de formación, solamente con respecto a una realidad que ha de hacerse, construirse, es decir, formarse. Y en esto es inevitable recalcar el “se” del hacer, del construir y del formar. Formación es formar-se. Esto es inevitable en una realidad como la humana, que lo único que tiene “dado” es la tarea de hacerse a sí mismo en el mundo. Es decir, tiene dada como tarea la formación de sí mismo. Una tarea que nunca termina. No se está nunca acabadamente formado para ser sí mismo porque el sí mismo es abierto.

En este sentido, la formación es la exigencia de nuestra propia realidad de su re-formación constante. Lo cual quiere decir que “formación” alude a la propia persona, al modo de serlo y al modo de estar en el mundo. Y como se ve, es difícil poner contenidos precisos a esta tarea y, por tanto, difícil hablar de ella.

Ahora bien, la original apertura humana a su propia realidad, a su propio ser, exige en todo momento la provisional clausura de esa apertura en la decisión. Toda decisión es un momento de clausura, momento que desde sí mismo abre de nuevo. Es el ciclo apertura-clausura decisional-apertura.

Y la progresiva capacitación para hacerse cargo de este ciclo es lo que entendemos por “formación”. Formación es capacitación decisional. Es decir, es el modo concreto de hacernos cargo de nuestra propia vida; el modo de ir decidiendo nuestra vida.

Lo cual dista mucho de una manera habitual de entender “formación” como un  llevar a la persona a cierto ideal de sí misma propuesto por otros que, se supone, saben cuál es ese ideal; y no sólo, sino que saben cómo se accede a ese ideal. Formar es entendido entonces como uni-formar.

Y también en su sentido habitual, se supone que formar es lo mismo que in-formar. Se “informa” sobre el ideal, o sobre ciertos contenidos, para que el “formando” asuma ese ideal o esos contenidos propuestos. En este asumir es en donde, se dice, radica propiamente el “ser formado”.

La formación, en tanto tiene que ver con las propias decisiones, es algo que no pende más que de uno mismo. Y esto con ser verdad, no implica que sea una tarea solitaria y surgida desde la nada. Es una tarea que envuelve necesariamente a los otros y al mundo en el que siempre estoy.

Finalmente los momentos en los que voy clausurando provisionalmente mi propia apertura, las decisiones, siempre incluyen, de una u otra manera, a los demás y al mundo en el que estoy, ya sea porque los involucro o porque me involucran. Pensemos, por ejemplo, en estar inmersos en situaciones de miseria y de lacerante inhumanidad, o en lugares de extremo deterioro ecológico en que los demás y las cosas nos enfrentan con la pregunta de, ante ello, qué quiero hacer de mi propia vida. Es decir, la progresiva capacitación para hacernos cargo del ciclo mencionado antes es incitada por los demás y por las cosas con las que vivo. En este sentido son los demás y las cosas nuestros “formadores”.

Pero lo anterior no basta. Si bastara sería suficiente constatarlo y por tanto dejar el asunto de la formación a cada quién. ¿Por qué no basta?

Porque no es lo mismo estar inexorablemente realizando el ciclo de la decisión, que el “hacerse cargo” de ese ciclo en el que siempre ya se está. Estar o no estar en el ciclo no es cuestión de formación es cuestión de vida humana; hacerse cargo de él explícita y voluntariamente es cuestión de formación.

Con lo dicho se ve que habría que deslindar la formación de la mera capacitación profesional. Formación no es sinónimo de preparación-para, en el sentido de un aprendizaje o adiestramiento para una determinada actividad profesional, laboral, recreativa, o del adquirir más herramientas para ella. Así “formar” muchas veces es equivalente a ahondar en el propio saber, o acceder a otro campo del saber a fin de tener “más elementos” ya sea para desarrollar o para complementar o para ampliar el propio saber y la propia acción “profesional”.

Ahora bien, decir que formación no equivale a preparación-para, no quiere decir que la formación no tenga que ver con el saber. Es claro que todo saber tiene un momento de información. Lo relevante en esto es que no es el “saber más” lo que forma sino la manera en que es asumido el saber por el que sabe.

El fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola, dice algo en su libro de los Ejercicios Espirituales que nos puede ayudar a dar luz a esta idea: “no el mucho saber harta y satisface al ánima sino el sentir y gustar las cosas internamente” (2ª Anotación). Idea que encontraría eco muchos años después, en distintos contextos, en el juego de Schiller, en el salto de Kierkegaard, en la vivencia estética de Schopenhauer, o en la danza dionisíaca de Nietzsche.

En síntesis, planteando así las cosas, decimos que formación es una capacitación decisional. O sea, una capacitación para hacernos cargo explícita y voluntariamente de la construcción de nuestra propia vida; y decimos que esto tiene que ver con los demás y con las cosas con los que siempre estoy, y que tiene que ver también con el saber.

A fin de clarificar lo anterior y avanzar dando algunos elementos que nos sirvan para entender el meollo de la formación, intentaremos extraer de la experiencia socrática algunos rasgos que nos permitan indicar o señalar la dirección que apunta hacia el asunto medular de toda formación humana.

“Conócete a ti mismo” (gnw/qi tauto,n), es la lacónica frase escrita en Delfos que Sócrates convierte en centro de la sabiduría. Pero junto con ésta, el punto de partida es el reconocimiento de la propia ignorancia, el socrático “yo sólo sé que no sé nada”.

Lo primero, es la incitación a la formación: “hazte cargo de tu propia decisión”. Lo segundo, es la condición para ello: la aceptación de que mi propia formación es un asunto siempre abierto mientras tengo vida.

Por otra parte, Sócrates insiste en que finalmente esto no es asunto de cantidad de saberes acumulados que, las más de las veces, en realidad cierran a todo proceso formativo porque se piensa que ya se es “experto” en algo; tampoco es mero asunto de “saber otra cosa”; sino la apertura a saber de otra manera.

Sócrates constata que los que tienen reputación de sabios, aparecen como sabios ante los demás y ante sí mismos, y lo son en algo; son buenos en lo que respecta a su propio “arte”; son buenos en su propia actividad, y por ello, pueden enseñar a otros, pero pueden no serlo con respecto a su propia vida. Y esto oscurece su propio saber. La formación no es tanto un “saber hacer” sino un “saber vivir”.

Y, en este sentido, no es cosa de saber más de algo, o saber más cosas, sino de saber conducirse ante las cambiantes situaciones de la vida. La sabiduría no como cosas sabidas, sino como frónesis (fro,nhsij). Esta palabra designa no un determinado contenido, sino una forma de hacer, una forma de conducirse ante la problematicidad de las situaciones; es un “entender” acerca de ellas. Es un vivir con discernimiento.

Este “saber de otra manera” es el saber que de alguna manera interrumpe su estar volcado a la práctica, a la utilidad, a la compra-venta, a fin de hacerse cuestión para sí mismo. Según aquello de San Agustín: “me he convertido en una pregunta para mí mismo” (mihi quaestio factus sum) (Confesiones, X, 33, n50). O aquello otro: “Me he hecho a mí mismo tierra de dificultad y de excesivo sudor” (Laboro in me ipso: factus sum mihi terra difficultatis, et sudoris nimii) (Confesiones, X, 16, n25).

Justamente es esta pregunta orientada a mi propio saber y a mi propia vida la que dispara el proceso formativo. Al menos es lo que Sócrates pensaba. Se trata de la pregunta crítica, la pregunta radical, la pregunta que abre la propia reflexión; la pregunta que cuestiona no tanto los contenidos del propio saber, ni la cantidad, sino que se hace cuestión de los fundamentos de tal saber; de su función en el contexto de los problemas de la “polis” y de aquéllos que las cosas nos plantean. Es esta la pregunta que problematiza la propia situación vital ante lo que se sabe o se cree que se sabe; es la pregunta que abre la cuestión de los fines perseguidos y buscados. Esta pregunta es la forma concreta de asumir la propia ignorancia, es decir, de abrirse al reto de hacerse cargo de la capacitación decisional con la que se va haciendo la propia vida. Lo que el filósofo griego llamaba “areté” (areth,).

Y Sócrates pensaba que, finalmente, esta pregunta surge del ir adquiriendo un modo de proceder que deje que los demás y las cosas vuelvan a plantear problemas cuando sean miradas desde la perspectiva del logro de la “vida buena”, de la “excelencia humana”, de la “dignidad humana”, en una palabra: del logro de la virtus (areté), de la plenitud humana.

Es la pregunta que surge de un volverse a las situaciones en que nos ponen los demás y las cosas, para dejar que nos inciten y nos puncen: “Como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza, y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte”. Cuando nos persuadamos que “antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que la excelencia humana (areté) no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las riquezas vienen de la virtud (areté), y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares”.

Esta pregunta es, pues, la que va haciendo traslucir los fines perseguidos en la vida. Y, junto con esto, va haciendo dibujarse el o los ideales que orientan el propio saber y la propia vida, hasta entonces sólo esbozados; de tal manera que puedan convertirse también en objeto de cuestionamiento y de acicate, sea para una asunción confirmatoria, o sea para una reconfiguración de los mismos. Asunción o reconfiguración que, a su vez, permitan tanto orientar las futuras decisiones como permanecer abiertos a su propia reconformación.

Así, la formación es la con-formación de un modo de proceder cuyo núcleo fundamental es la apertura a la constante re-formación de nuestros intereses e ideales, de nuestros modos concretos de actuar, de las perspectivas desde las que nos aparecen los problemas que las situaciones nos plantean. Este modo de proceder que se puede sintetizar en la “vida con discernimiento”, la frónesis.

Quizá hoy más que nunca habrá que recuperar la potencia formativa de la filosofía. No porque nos haga saber más, sino porque nos abre a saber de otra manera. Por eso la filosofía ni ha sido ni es una profesión. Al menos no una profesión en el sentido que hoy damos a esa palabra. Haberla convertido en esto es quizá la manera de hacerla una mercancía más y, en el fondo, de degollarla y silenciarla.

La misión de la filosofía hoy ha de ser la de abrir el espacio interior para que surja la pregunta o las preguntas que permitan la entrada en nosotros mismos. No para quedarnos ahí sino para devolver una nueva mirada al mundo. Abrir una nueva perspectiva que ayudándonos a hacernos cargo de nuestra propia vida, nos capacite para decidir ahí donde mi propia humanidad se juega y ahí donde se juega la humanidad de los demás. Finalmente esta es nuestra decisión más importante.

ITESO11


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